sábado, 2 de abril de 2016




Hace frio.  Siento el aire de la nieve cercana entrando por los poros de mi piel; esa humedad que penetra hasta los huesos por debajo del abrigo; mis manos ateridas debajo  de ese contacto amoroso de los guantes.  Camino deprisa, con gana de llegar a casa.  Pero en mitad de una manzana, me llama la atención un cartel en la entrada de un local.
“Exposición de fotografias”.  Y debajo, con letra un poco más pequeña “Dejando atrás la realidad”
No sé a que se debió el impulso de entrar en el local, si a guarecerme un poco de ese frio, o si fue atraida por el reclamo de esa frase.  El caso es que estoy aquí, arropada por un calor suave, con una luz tenue, interrumpida por unas luces indirectas que iluminan las fotos.  Es un ambiente agradable, intimista, que invita a recrearte en cada foto.
Y empiezo a recorrer la sala..
Hay paisajes preciosos, en los que juega la realidad con sus reflejos en el agua.  Montañas, árboles, rincones oscuros con el colorido de las hojas muertas. Naturaleza escondida que nos descubre el artista con el objetivo de su cámara.
Y entre los paisajes, retratos.  Los hay alegres, espontáneos, cogidos en un momento cualquiera, en plena calle, que tienen toda la belleza de esa ingenuidad que no sabe de cámaras.  Me atraen con toda su fuerza. Y entre ellos hay uno que me llama especialmente la atención.
Es un señor de espaldas, que va caminando por la acera de una ciudad, en el que se mezcla lo serio y lo cómico, sin saber muy bien donde empieza uno y acaba otro.  Lo serio, porque va bien trajeado.  Lo cómico, porque lleva un sombrero pequeño para su medida, que no le encaja bien, y hace que resulte como un sombrero de copa, pero sin serlo; que le deja descubierta media cabeza, y la mata de su pelo negro, que el aire le inclina sobre un hombro.  Y rematando esa figura, lleva colgada una bolsa, como las que se venden   ahora en los supermercados.  Una bolsa llena, de la que sobresale el mango de un paraguas.
Todo ello nos deja una sensación rara, que dicha en términos culinarios, sería agridulce. Pero me engancha. Quizás por eso.  Y empiezo a pensar como sería realmente ese señor, del que no podemos ver su mirada, porque está de espaldas.  Es joven, por el porte de su cabeza, por los hombros, por su línea esbelta cuando camina.  Pero ¿qué hace un hombre joven, en medio de una ciudad, con un sombrero que le queda pequeño, y con una bolsa colgada al hombro? Puede ser un chico que sale de una función de teatro.  Sí, eso es.  Está tan metido en su personaje, que se le ha olvidado quitarse el sombrero.  En la bolsa lleva las cosas que necesita para su caracterización.  Y no es el mango de un  paraguas, sino un bastón plegable que usará en la función, al estilo de “Charlot”.  Tan metido en su papel, que va por la calle repasando su guión, sin ver esas miradas curiosas, sin oir esas palabras maliciosas que podrán decir a su paso. El  sigue su camino, con la cabeza erguida, absorto en sus pensamientos, muy lejos de la realidad que le rodea.
Sí, ese es mi personaje.
¡Y qué hábil ha sido el atista que ha hecho esta foto! Nos muestra a un señor al que no podemos ver la expresión de su cara, ni leer en la profundidad de sus ojos.  Solo de espaldas, dejando atrás la realidad, dando rienda suelta a nuestra imaginación, para que podamos interpretar nuestro propio personaje.
Nuestro personaje, que absorbe su propio personaje, como las muñecas rusas que van dentro unas de otras. ¡El gran teatro del mundo!
Y con el objetivo de su cámara capta todo lo que no se vé, y nos lo transmite, porque pone en su punto de mira la cabeza y el corazón, para enseñarnos todo lo que  él vé.
Se me ha pasado el tiempo.  Se ha hecho muy  tarde. Y salgo otra vez al frio de la noche, llena de todo lo que me ha enseñado esta exposición, de esa nueva manera de ver la fotografía.  Interpretando mi propio papel en el camino a casa, como el personaje de la foto.  Con la cabeza erguida, absorta en mis pensamientos, dejando atrás la realidad.



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